El suelo alrededor de la cama estaba inundado, y el agua dibujaba oscuros y caprichosos patrones en el parqué. Gotas caían de su cabello sobre sus hombros, resbalaban por sus pestañas, haciendo que el mundo se estremeciera como si estuviera bajo un aguacero.
—Despierta —respondió con voz metálica, carente de emoción—. Tu hermana, tu madre y los niños llegarán en media hora. Tenemos que ordenar todo, preparar el desayuno, poner la mesa. No quiero oír después que la casa sigue hecha un desastre.
Ella lo miró incrédula, intentando comprender. Las cinco de la mañana. Hoy era su cumpleaños, un día que había esperado con una lejana y frágil esperanza. Soñaba con dormir hasta tarde, darse una ducha tranquila, ponerse el vestido nuevo que tanto había estado esperando en el armario, peinarse con esmero, sintiendo que ese día le pertenecía. Pero en vez de eso, se quedó en medio de la habitación, empapada hasta los huesos, con un cubo vacío a sus pies, símbolo de su humillación.
—¿Estás loco? Ayer pasé toda la noche limpiando, cocinando, lavando y fregando —murmuró, con la voz temblorosa como sus manos.
—Exacto —replicó él, y una fría irritación se coló en su tono gélido—. Ayer lo hiciste todo, y hoy podrías haber dormido hasta el mediodía. Pero no, entonces tendría que oír que mi mujer es una vaga que no hace nada. Ni hablar. Jamás.
Habló con una certeza implacable, como si se tratara de un castigo por una grave ofensa en lugar de una simple celebración de cumpleaños. Sin decir palabra, ella fue al baño, resbalando con los pies descalzos en el suelo frío y húmedo, dejando huellas mojadas a su paso. En el espejo, un rostro extraño la miraba fijamente: asustado, con los ojos rojos e hinchados, el pelo pegado a las mejillas pálidas y la piel lívida, casi azul. Abrió el grifo y se puso bajo el agua hirviendo, intentando en vano calentarse, mientras que en lo más profundo de su ser permanecía un bloque de hielo, inmutable.