Маленький Тигран

Маленький Тигран

La había dejado sola el día de su boda, con un secreto que ella jamás le había revelado. Años después, la volvió a ver frente al hospital, empujando un cochecito con tres bebés cuya existencia desconocía.

La plaza frente al Hospital Memorial San Agustín palpitaba con su ritmo habitual: los autobuses suspiraban al llegar, las palomas se elevaban en remolinos y los niños arrastraban sus patinetes sobre el cálido pavimento.

Para Elena Hart, esos sonidos se habían desvanecido. Su mundo entero se reducía a la respiración apacible de los tres bebés en el cochecito. Acababa de terminar su ronda y caminaba con una tranquila seguridad, fruto de noches demasiado cortas, tomas tempranas y nanas susurradas en la oscuridad.

—¿Elena?

El nombre se hizo añicos como cristales rotos. Sus manos se congelaron en el pomo de la puerta. Hacía años que no oía esa voz, pero cada nervio de su cuerpo la reconoció al instante. Se giró.

Al otro lado de la plaza, Miles Whitaker estaba allí. El teléfono se le resbaló de las manos; su cuerpo se paralizó como si un rayo lo hubiera alcanzado. El tiempo lo había transformado: el brillo de su juventud había dado paso a algo más pesado. Sus labios se entreabrieron, por fin, para emitir un sonido.

—Elena —repitió, esta vez con voz más suave, casi frágil—. Eres tú.

—Sí. —Su voz era tranquila, pero un ligero temblor de hierro la atravesó. Siguió su mirada hasta el cochecito. Tres pequeñas figuras se movían bajo las mantas de lana. El rostro de Miles se ensombreció.

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